Henri Privat- Livemont, Absinthe Robette, litografía, 1896.

Anecdotario

ÍNDICE

1. La muerte de La Concordia


2. Café y muerte. El Infiernito


3. El mesero de El Cazador

4. Sobre el pulque.

La muerte de La Concordia.

"La Concordia" ha muerto con motivo de la terminación del contrato de arrendamiento y de la compra del edificio por una compra del edificio por una compañía de seguros; los propietarios han tenido que levantar el campo.

Este café era uno de los más antiguos de la capital; su existencia data del año 1868, y fue fundado por un individuo de nacionalidad italiana llamado Omarini. Fue en una época el restaurant principal de la ciudad; el primero que se estableció con el lujo que entonces parecía esplendoroso y que dejaba con la boca abierta a los fuereños que venían a la capital por las fiestas patrias o por la semana mayor.

Con la evolución de la ciudad decayó mucho, aunque siempre fue de primer orden. Su clausura causará sensación entre los mejores habitantes de México.

El 7 de enero de 1906 un testigo de la realidad cotidiana que se desenvolvió vio en el Café de la Concordia, el poeta romántico-modernista y además cronista Luis G. Urbina, llamado cariñosamente "el Viejecito", en su Crónica de la Semana que publicaba El Mundo Ilustrado pronuncio la oración fúnebre del Café de la Concordia. Este nostálgico adiós que patentiza un sesgo de la vida mexicana, debe copiarse letra por letra.
Se murió "La Concordia"

Los metropolitanos acaban de sufrir una pena callejera: se murió "La Concordia". Un día amaneció clausurado el establecimiento. Los habituales transeúntes de nuestra aristocrática avenida quedaron sorprendidos de no atisbar por lo amplios cristales de los aparadores, muchas mesas casi vacías, pocos parroquianos casi melancólicos y algunos mozos casi amodorrados. La sorpresa fue conmovedora. Por allí, por aquella estrecha puertecilla, recubierta por el cancel de vidrio opaco, habían salido cuatro o cinco generaciones de picarescas aventuras, de goces trasnochadores, de idilios efímeros, de amoríos risueños. Lo que no se quedaba en casa porque no podía quedarse, el deseo Non sancto, el apetito de un manjar o de un cocotte, el hambre de una golosina culinaria o erótica, la cita con el amigo de "parranda", la invitación extraordinaria en celebraciones festivas, el almuerzo a hurtadillas, la cena pantagruelesca del empleado en días de quincena, la comida del solterón aburrido, todo eso iba a dar "La Concordia".

Las podridas tapicerías, los marcos de oro muerto, los espejos opacos como grandes ojos agonizantes, los mármoles amarillentos, los terciopelos chafados, los verdes de hoja invernal y los rojos desteñidos y manchados eran como vieja reliquias para nosotros. En aquel pliegue de la cortina, en aquel ornato del espejo, en aquel tritón ridículo de la fuente, en cada escalón de la presuntuosa y marmórea escalera, en el descascarado fresco que representaba la plaza de San Marcos d Venecia, pusimos, cada quien, durante muchos años, miradas, remembranzas memorias, instantes de reflexión o de alegría, minutos de placer o de amargura.
Allí echamos muchas canas al aire (todavía deben flotar... ¡ay, cuántas!, en el cerrado y solitario edificio). Allí lanzamos las mas estruendosas carcajadas (aun deben sonar, por aquí y por allá, en medio de la soledad y el silencio).

Grandes y pequeñas cosas vio y oyó este antiguo café. La algarada de la exis­tencia, el bullente carnaval del amor, el aquelarre de las pasiones, paso por allí, dejando huellas en muebles, en pavimento, en tapices.
Dentro de breve tiempo, todo ello será polvo: como en miércoles de ceniza, exactamente, como concluye el martes de Carnestolendas: pulvis est.

Unos días después, el 21 de enero Ángel de Campo, cronista amoroso y devoto de su ciudad, con el disfraz de su seudónimo "Tick-Tack", desde las columnas de El Imparcial no pudo menos que dedicar una oración fúnebre a la muerte de La Concordia en su "Semana alegre”[1].

"La Semana Alegre" (El México que desaparece. La Concordia")[2]

¿Qué fue la Concordia?

Un café, nevería, restaurant de primera clase, con dos puertas, varios pisos, gabinetes reservados e inmejorable posición geográfica, situado en la aorta de la ciudad, en el gran simpático de la metrópoli.

No eran los modernos sus mejores tiempos, otros establecimientos competían con ella; las cantinas, los clubs, las sederías, se llevaban buena parte de la que hubiera sido su clientela; pero antaño tuvo sus temporadas de representar importante papel en la monotonía de nuestra vida social.

En todas las edades el café y la fonda han sido el refugio de la población flotante que duerme en hotel, se asea en baño público, se limpia el calzado en el cubo de un zaguán, carece de amistades íntimas y padece la más triste de las nostalgias, la nostalgia del hogar.

No puede contemplarse sin cierta melancolía un cuadro familiar que desaparecerá dentro de poco, el cafecito baratero, lámpara pendiente, espejos tristones, tal cual litografía representando negligente odalisca o al magno Alejandro "visitando a la familia de Darío"; mesillas aquí y acullá con pesados botellones, un reloj tosegoso, detrás del mostrador, en mangas de camisa, somnoliento, con algo de pereza de Procónsul en barro, el encargado, teniendo al alcance de la mano espesos platos y gruesas tazas, fuentecillas con só1o tres terrones de azúcar, vasos turbios con dos dedos de Catalán y endeble cucharilla, panes calientes, y a la derecha, bajo de techo, en caja de cristales o protegidos por un velo espanta moscas, platos de natillas, de arroz con leche o amplia bandeja de torrijas. La servidumbre es de raza pura, de la raza del maíz y del garbanzo tostado, raza sufrida y discreta que se la va pasando, cuando hay propina, con una propina de a tres centavos por cada diez consumidores. Un gato dormita al amor del vaho de los bizcochos de reciente horneada, y un mesero de camisa de manta, voltea de vez en cuando las neveras venerables, cargadas con aguas autenticas de limón, piña y fresa, y legítimo mantecado.

   ¡Un chocolate con chimisclán!

Es para un viejo, lleno de polvo, de arrugas y de pobreza; viejo que aún conserva el sombrero alto y la levita sin ribetes de sus mocedades; el puño de su bastón está pulido, se ha destramado la tela en los dobleces de un paliacate; su tos parece salir de un mueble hecho arnero por la polilla; siéntase, cuidando de que los pantalones no formen rodilleras; mira al vaso al trasluz; parte el pan como si fuera herencia; a la primera sopa todos los huesos de la faz crujen; detrás del bigote teñido de ocre por el cigarro se miran negras y desdentadas las fauces. Retarda la merienda, no desperdicia ni un relieve de pan, hace un buche de agua, enciende un cigarro y parece matar el tiempo, para no llegar al insomnio, a la soledad, al desamparo de un cuartucho sombrío sin nietos, sin música, sin libros.

Éste y otros se encuentran alguna vez, traban amistad, paga cada quien lo suyo, forman un núcleo al que se unirá en breve el charlador por un temperamento, el marido desavenido, el hijo prodigo, el señor callado cuya misión sobre la tierra parece ser oír opiniones ajenas sin exponer la suya, el arrancado, pirata de anfitriones, el literato en ciernes hidrófobo de comentarios, todos los oradores para quienes la tabla de mármol o de pino de una mesa, es tribuna donde se diseca al Gabinete, se analiza la política, se explica el pasado, se dice la buenaventura, se rezan los credos revolucionarios según se toma fosforo reforzado, cho­colate a la española, café con mollete o hasta medio de nieve de leche con soletas.

Durante muchos años, estos establecimientos de vidrios apagados y flojos taburetes-trípodes de muchos intelectuales de la pelea pasada- eran los únicos centros de reunión. Entrar a la cantina era  desdoro, ir a la nevería era costumbre inveterada; en ésta, los abogados paladeaban los canutos de .piña; en aquella, los periodistas apuraban el café caliente; en la de mas allá, tímida doncella del interior, acompañada de un Paris vestido de gamuza, con sombrero enorme y carácter corto, tomaban natillas con huesecillos de manteca, regalo que formaba parte del programa de su viaje de bodas en tren de recreo.

La Bella Uni6n, El Bazar, Fulcheri y La Concordia, introdujeron el desorden, despertaron los apetitos nuevos, crearon nuevas necesidades; los espejos de cuerpo entero, las bancas de terciopelo, los mozos de corbata blanca, el gabinete con biombo, el derroche de luz, todo ello contribuyó a sacar de sus palomares y casillas a nuestros abuelos, que ya tuvieron a donde ir después de la queda, hora impropia para formar tertulia en la botica, en la tercena, en las bancas del Zócalo o de la Alameda; ardientes focos de conspiración.       

El Consomé de los enfermos ricos se mandaba preparar a La Concordia; los brioches para las meriendas finas tenían igual origen; y del propio laboratorio salían los "arlequines" y helados de melón, fresa, mantecados, naranja y otras frutas, hechos como Dios manda y sin intervención de mancebos de botica.

Como era preocupación de ciertas personas prudentes, tomara desdoro un banquete en fonda, cuando se trataba de ofrecerlo con toda solemnidad a domicilio, el anfitrión se dirigía a La Concordia y ajustaba a los meseros necesarios para que arreglaran las mesas, decoraran las mismas, doblaran servilletas, peinaran la mantequilla, cargaran las rabaneras, dispusieran en desfile ordenado los platillos, platones, fuentes, vidrios, botellas, servicios de café y, además impusieran su autoridad al espantadizo y bronco rebano de maritornes, galopinas y fregatrices. Los meseros se adueñaban del comedor desde la tarde, aparecían llevando bajo la axila, entre chaqueta y pechera, el bulto formado por el delantal, la camisa limpia y la corbata de tira; seguían los varios mozos de cordel lastrados con las neveras para los helados y para "el ponche a la romana"; el ponche a la romana, y la sopa de ostiones y los espárragos en salsa blanca, daban color y tono a cualquier comida antaño. Desempeñaban su cometido por nota, levantaban el campo, hacían entrega de "los trastes'' -a la izquierda los rotos- para inventario, y se embolsaban una decorosa gratificación, y en ciertos casos, como extra, se les regalaban los "poquitos" de vino que en las botellas quedaban.

Los tívolis son tan viejos como la embriaguez, y tívolis tuvimos desde temprano en México; pero tales jardines se destinaron a las comidas de hombres solos o mal acompañados; a las convivialidades políticas con música de viento y cuerda, y brindis de ambos sistemas, y a las encerronas gastronómicas seguidas de juego de bolos, champaña, discusiones acaloradas, aparición de coches de sitio con damas veladas, y distribución de carteles de desafío: algunos funestos, otros frustrados; en el último caso y para celebrar el avenimiento, se organizaba otro ágape a escote. A los tívolis, pues, no concurrían las familias respetables sino en un caso desesperado, para celebrar el banquete de bodas, cuando el nuevo hogar de los novios y la casa paterna de la recién casada, eran pequeños para contener a los parientes de la feliz pareja.

Por alguna vez, en la bolsa del paletó del jefe de familia, hallaban la esposa o la hija un "Menú", una minuta de platillos raros, de nombre extranjero y sabor quizá "ambrosiano", y como nada hay que corrija tanto el apetito como el comer fuera de casa, en platos desconocidos, en lugar poco familiar, a hora inusitada, se alquilaba un coche, entraban en é1 las personas de respeto y hacían alto en la calle de San José el Real, cerca de la puerta de La Concordia, pasaban una tabla por las portezuelas, se tendían manteles para esa mesa angosta, y una vez asegurada la movilidad de los caballos -haciéndoles oler perejil-, se procedía a la cena clásica: desde sopa de ostiones hasta café taza chica sin pan.

Para los pobres muchachos se compraban soletas, panques o roscas de manteca y se les llevaban, como recuerdo, algunos terrones, entonces muy raros, de azúcar cubica.

Para otras amenidades servía el restaurante que me ocupa: en el hicieron sus primeras calaveradas nuestros antepasados; ahí llevaron a cenar a la gente de teatro; ahí jugaron a hombres de mundo; ahí dejaron en tal o cual espejo la huella de los diamantes de sus anillos.

En Semana Santa y en días cívicos, muchos metropolitanos y todos los fuereños tenían por indispensable tomar un helado o un chocolate en La Concordia; se aquerenciaban en la mesa, miraban el desfile detrás de los gruesos cristales, donde echaban vaho o aplastaban las narices, granujas, fosforeras o adultos en la chilla, que terminaban por pedir un pedazo de pan. Las formaciones podían verse desde el establecimiento, tomando un gabinete; todavía no se alquilaban los balcones a peso el centímetro lineal.

Andando el tiempo, la gente de coleta cayó como langosta en el discreto asilo; cada silla austriaca y diván de la negociación, oyó mas bravatas, pifias y aventuras maravillosas, que el Sastre de Campillo; luego esos Cuchares sin contrata llevaban tras sí una cohorte de villamelones admiradores de los que pagan con un "espere, que yo tengo suelto", se ladean el calañés y oliscan el rotén y "¡muchas gracias por la copa, hombre!"

¡Cuántos bohemios, después de la velada literaria o musical, prolongaron la crónica en torno de una mesilla de aquel rincón, hasta la hora en que una pareja extraviada pedía lo de siempre: "una milanesa", y se le contestaba un displicente "no hay, se acabaron"; frio con frialdad de la madrugada!

    ¿Y ponchecitos?

    ¡Ni para remedio!

Esos son los que pasan por ahí, y al anuncio de la demolición, no só1o de una casa, sino de la época, comentan con responses y miran con tristeza el mudo edificio, como si en sus piedras persistiera algo del calor humano de gentes que "¡ya van de bajada!"
                                                                                             
TICK-TACK


Por su lado Tablada escribe que el hecho ocurrió el mismo mes que cayó una tormenta de nieve sobre el corazón de la república[3]:

Lanzando bocanadas de polvo por puertas y ventanas La Concordia se derrumba al golpe del azadón. Las vigas de cedro de sus techos dejan ver el cielo y sugieren en su ruina algo macabro como el torso de un esqueleto. Cae La Concordia entre escombros y con ella sus fastos de antaño, su risueña leyenda dorada. Ya está decapitada. Ya desapareció su bello y típico coronamiento donde el genio colonial había ahuecado una hornacina exornada de churriguerescos primores. Aquel remate un tanto rococó sobre el edificio severo colonial, semejaba una poesía de Góngora recitada por un adusto gentilhombre de antaño. Era rizado airón de plumas sobre fuerte caso.


[1] Hasta aquí es una transcripción de Clementina Díaz y de Ovando. Los Cafés en México en el siglo XIX. México: UNAM. 2000. Pp. 94 y 95.
[2] En Ángel de Campo. La Semana Alegre. TICK-TACK. Recopilación Miguel Ángel Castro. México: UNAM. 1991. Pp. 293-297.
[3] Esta es una transcripción de Marco Antonio Campos. El Café Literario en Ciudad de México en los siglos XIX y XX. México: Aldus. 2001. P. 45.

Café y muerte. El infiernito.[1]

Un día Tablada vio entrar al sitio a un ex compañero del colegio Grosso. Iba acompañado de una guapa mujer. Se sentaron en un gabinete. Tablada lo veía. El ex compañero estaba en un estado de gran agitación. Desesperado sacudía la cabeza y se la cogía con las manos. Su voz cambiaba de tonos según la emoción. La mujer lloraba. De pronto el ex compañero levantó la vista y lo reconoció. Se levantó de la mesa y víctima de una súbita alegría enumeró a Tablada hechos que compartieron en el colegio y fuera de él.

    ¡Pero en qué circunstancias te encuentro! Mira. no seas nunca un perdido como yo...

En ese momento la mujer lo tomo del brazo y trató de llevarlo a la calle. El joven aún regresó un instante pan añadir a las volandas:

    ¡Adiós, Juan!... Me voy a morir...

Al otro día, por los diarios, Tablada supo del suicidio del ex compañero en un cuarto del hotel del Turco.

El joven había jugado en los garitos y perdido una suma imposible de pagar.


[1] En Marco Antonio Campos. El Café Literario en Ciudad de México en los siglos XIX y XX. México: Aldus. 2001. P. 48.

El mesero de El Cazador[1]
El café era atendido en los años cincuenta por Pepe el Tuerto, un mesero más discreto y reservado que un confesor, y quien conocía el hilvanado de las infinitas historias de la ciudad, y por quien, a su muerte, asistieron a su sepelio personas importantes de la época.[2] Fernández Ledesma rescata de un cronista de la época la siguiente diablura que le hizo un grupo de troneras.
Los troneras (personas de vida desordenada) invitaron una noche a beber al mesero. Lo pusieron en punto óptimo, lo tonsuraron, lo vistieron con un sayal de la orden franciscana y lo llevaron cargando a media noche al convento de San Francisco. Tocaron con fuerza a la puerta e informaron al padre portero que traían un hermano a punto de morir. El padre fue a buscar al padre guardián, mientras los demás padres estaban extrañadísimos. Todos  los hermanos de la orden se hallaban en el convento. Quizás era un error. Sin embargo, al verlo en un estado tan deplorable se decidió que lo condujeran a una celda. Pronto el padre guardián se dio cuenta del terrible mal del hermano: una borrachera de órdago. Al despertar, Pepe el Tuerto no cabía en sí de perplejidad. ¿Dónde rayos estaba?  ¿Quién lo condujo ahí? El padre guardián entró y le preguntó en latín quién era. Al ver el azoro del otro se lo pregunto en castellano. El padre lo reprendió por violar las reglas de la Orden. Pepe repuso que quién era él para reprenderlo; el padre le inquirió que a cuál convento pertenecía; Pepe contestó que al café del Cazada y pidió al padre, por si dudaba, que enviase un mensajero al sitio y preguntase si allí trabajaba Pepe el Tuerto. Si Pepe el Tuerto estaba allí, "en ese caso, padre... no sé quién soy yo”.
Muy pronto el padre se dio cuenta de que todo el asunto había sido una trastada de nenes, de currutacos, de niños bien.

Otra anécdota del mesero del Cazador[3]

En rincón apartado de este café hacían tertulia Luis G. Urbina, mustio y disipado, Peza y Nervo con otros amigos periodistas y dibujantes. Ahí corrían los chismes que al día siguiente aparecerían en los diarios como noticia. A la luz de las llamitas azules del azúcar derretida por el alcohol, Urbina y Nervo ensayaban sobre las mesas versos y dibujaban manías destinadas a perderse. Una vez, luego que los poetas se retiraron, el mesero quiso conservar esos residuos poéticos y pagó al dueño del café el costo de la cubierta de mármol para conservarla en su casa. Al saberlo el dueño, no sólo elogió el gesto exquisito del mesero sino le devolvió los cinco pesos pagados mientras un artista quiso grabar en el mármol una dedicatoria a ese “amigo de la bohemia”.


[1] En Marco Antonio Campos. El Café Literario en Ciudad de México en los siglos XIX y XX. México: Aldus. 2001. Pp. 51 y 52.
[2] Enrique Fernández Ledesma, Nueva galería de fantasmas."El café del Cazador y las peripecias de Pepe el Tuerto", pp. 85-88. La referencia es de Marcos Antonio Campos.
[3] En González Rodríguez, Sergio. Los bajos fondos. El antro. La bohemia y el café. México: Cal y Arena, 1990. P. 38

La bebida de los reyes
A este tiempo, y en un año que señalan con el jeroglífico de doce casa, y corresponde en nuestras tablas al de 1049, dícese que [Tecpancaltzin] se hallaba retirado un día en lo interior de su palacio, cuando le avisaron que quería hablarle un señor de los principales y deudo suyo, llamado Papantzin. Mandole entrar al punto, y éste lo ejecutó llevando consigo
una hija suya, doncella de quince años, llamada Xóchitl, de extremada hermosura, la cual vestida y adornada a su usanza, llevaba en las manos un azafate, y en él algunos regalos comestibles, siendo el principal un jarro de miel de maguey, cuya fábrica acababa de inventar Papantzin, y por cosa nueva y nunca vista la llevó a presentar al rey, sirviéndose de la hija para portadora del regalo, muy ajeno de imaginar que de ello pudiera resultarle agravio.
Pareciole muy bien al rey la nueva invención de la miel, pero mucho mejor la que la llevaba, y habiendo expresado a Papantzin con las más vivas demostraciones cuán agradable le había sido su regalo, le dijo que de cuando en cuando continuase a enviarle la miel, pero sin que para esto se tomase el trabajo de venir personalmente; sino que aquella niña, acompañada de alguna criada, podría conducírsela. Esta expresión del rey la construyó Papantzin como favor que le hacía, muy lejos de sospechar malicia en sus intentos.[1]


[1] Mariano Veytia. Historia Antigua de México, México: Leyenda, 1944, pp. 183-4.